Nueva York, Londres, París y Berlín son las ciudades más duras contra los grafitis y las que más gastan en su limpieza
Cuatro de las principales ciudades del mundo luchan para mantener a raya a los grafiteros desde los años 60 y la imagen de la ciudad. Si hay una capital que sentó precedente contra este tipo de vandalismo fue Nueva York. Los corresponsales de ABC narran cómo se afronta este problema en sus sedes.
Nueva York Giuliani y la mano dura contra el grafiti
Cuando Rudy Giuliani accedió a la alcaldía de Nueva York en 1994, el político encontró un panorama desolador. Las calles de la ciudad estaban plagadas de delincuencia, violencia, drogas y prostitución. Incluso la propia apariencia de la ciudad era un desastre. Sus paredes habían sido invadidas por los grafitis de centenares de bandas que luchaban entre ellas por los muros más visibles.
Antes de que Giuliani se convirtiese en alcalde, el graffiti llevaba décadas causando estragos entre las autoridades y los vecinos neoyorkinos. En la Gran Manzana, el grafiti surgió y creció asociado al metro. Cuando el control sobre el metro se endureció, los grafiteros salieron a la superficie y reclamaron las calles como sus galerías personales.
La presencia del grafiti en la ciudad creció al mismo tiempo que la violencia, ratificando la premisa principal de la «teoría de los cristales rotos». Esta hipótesis sociológica y criminológica que se estaba gestando en los 80 defendía que un acto de vandalismo, por pequeño que fuera, tendía a engendrar más vandalismo. La única forma de frenar este fenómeno era saneando sus pruebas visibles a la mayor brevedad, es decir, limpiando cada noche todos los vagones cubiertos por pintadas o reparando cada ventana hecha añicos en cuanto se rompiese.
A pesar del volumen y los costes que acarrearía poner en práctica un contraataque así, Giuliani no dudó en invertir lo que hiciera falta para limpiar la ciudad, máxime cuando esta había sido su principal promesa electoral.
Gracias a un endurecimiento de la legislación, a multiplicar el número de policías y a la creación de una fuerza anti-grafiti, Giuliani logró hacer del grafiti un fenómeno residual, erradicándolo por completo del metro y de las zonas más céntricas de la ciudad.
En los 12 años que han pasado desde que Giuliani dejó la alcaldía, la ciudad no ha relajado su actitud en este senido. Sin embargo, ha fomentado en gran medida el grafiti artístico, comisionando a varios artistas grandes paredes desnudas como lienzo.
Londres un delito con un coste inaceptable
En los meses anteriores a los Juegos Olímpicos del verano pasado, Scotland Yard realizó varios arrestos preventivos muy criticados por ciertos colectivos. Las redadas preolimpiadas incluyeron la detención a primeros de julio de cuatro grafiteros, incluido Darren Cullen, de 38 años, conocido por haber tenido a grandes empresas como Adidas entre los clientes de su «arte callejero». Les impidieron acercarse a una milla de las sedes olímpicas, les restringieron el uso del transporte público y les prohibieron estar en posesión de pintura de spray o de marcadores. El grafiti es ilegal en Inglaterra y puede ser perseguido como un delito. Según la estimación contenida en un reciente informe de la asamblea del área metropolitana de Londres, el coste anual del grafiti en la capital es superior a cien millones de libras (117 millones de euros). A cada distrito le cuesta unos 240.000 euros de media, mientras que la factura de limpieza y reparaciones de la autoridad de transporte de la capital creció un 40% en 2012 con respecto al año pasado. «El grafiti acarrea un coste inaceptable para los londinenses», concluye el informe de octubre pasado.
El grafiti en su dimensión de arte callejero es una presencia permanente en ciertos barrios, especialmente en el este de Londres. En zonas como Shoreditch o Bricklane, destino del turismo más juvenil o alternativo, los tours guiados para ver los distintos murales y obras de «street art» forman parte de lo más demandados entre los visitantes. En las paredes de sus calles, y en las de otras zonas de la ciudad, comenzó sus andaduras Banksy. Ahora, un mural sobre el trabajo infantil arrancado de una pared del barrio de Haringey podría llegar a alcanzar el medio millón de euros cuando se subaste en junio.
El distrito de Hackney, por ejemplo, que alberga algunas de las zonas de mayor concentración de graffiti, persigue con una multa de cien libras (117 euros) a los individuos que cometan «vandalismo con grafiti», y recurren a los tribunales en casos de reincidencia.
El ayuntamiento de la capital realiza operaciones de limpieza desde hace 7 años, y es habitual que la policía pida colaboración ciudadana para identificar y perseguir a grafiteros. Así, durante 2011 persiguieron al responsable de la firma «Zerx», a quien consideraban responsable de «más de un millón de libras en daños».
París Enfrentamiento contra los grafiteros
Francia, en general, y París, en particular, distinguen entre el grafiti político radical, perseguido, y el de vocación visual y artística, aceptado con prudencia como técnica de decoración y «agitación» urbana. Siguiendo las huellas de Nueva York, los muros de París comenzaron a ser utilizados por grafiteros de muy distinta sensibilidad a finales de los años 70 del siglo XX, para convertirse en fenómeno de sociedad pocos años más tarde.
La legislación nacional prohibiendo pintadas y pegadas de carteles (publicitarios o políticos) en los muros de edificios públicos, o privados, permitía atacar judicialmente a los autores. La legislación Malraux de los primeros años 60 obliga a los propietarios de todos los edificios privados a pintar y repintar las fachadas regularmente, asegurando una limpieza de la ciudad con cargo a los propietarios.
La proliferación masiva de grafitis en el metro y trenes de cercanías de París y la región desencadenó las primeras grandes batallas campales a mediados y finales de los 80. El Estado y varias compañías nacionalizadas invirtieron muchos recursos económicos y policiales para seguir la pista de muchas bandas de grafiteros que trabajaban colectivamente, iniciándose históricos procesos judiciales que terminaron imponiendo el silencio y el fin de muchos grupúsculos. La compañía nacional de ferrocarriles franceses (SNCF) se gasta cada año unos 5 millones de euros en limpieza de vagones y estaciones. La Alcaldía de París guarda silencio sobre el costo de sus servicios de limpieza para intentar camuflar un enfrentamiento inconfesable con muchas bandas de grafiteros.
Berlín Entre la vista gorda, la persecución y la prisión
La cultura grafiti en Alemania lleva años y tiene una gran dimensión. Desde reconocidos artistas que han llevado sus obras a galerías con obras en venta, hasta adolescentes que con sus firmas identifican un territorio. Algunos grafitis han sido una solución urbanística a muchos edificios abandonados, dando color y reflexión a paisajes que serían una evidente monotonía postbélica. Pero están los grafitis en espacios no autorizados, como en los ferrocarriles alemanes: a la Deutsche Bahn le cuesta 7,6 millones de euros limpiar los grafitis de sus trenes. No sorprende por tanto que la DB se haya decidido a utilizar drones –aviones de reconocimiento sin piloto– para identificar a los grafiteros.
En Alemania se hace la vista gorda a la mayoría de los grafitis –según la ley, son ilegales cuando el propietario no ha dado su autorización escrita–. La excepción son las pintadas en el transporte público que en su mayoría son «tags» o firmas. En el caso de ser sorprendidos, los grafiteros pueden recibir una multa de hasta 2.000 euros e incluso ser privados de libertad por hasta tres años. En Berlín, según datos municipales, la comunidad de grafiteros alcanza actualmente varios miles de jóvenes entre once y veinte años. Se organizan por barrios para ejecutar juntos las pintadas.
El problema es que muchos grafiteros de trenes son chavales de apenas doce años, de ahí que se haya comenzado una campaña de la policía dirigida a los padres con el objetivo de identificar a los niños. La guía indica, algo superficialmente, que si su hijo tiene latas de spray, lee revistas sobre hip-hop, etcétera, probablemente sea quien está firmando sobre los asientos del bus. También existe una especie de multa para estos chicos, llamada «Schuldtitel», título de deuda, que tiene una validez nada despreciable de treinta años.
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